La espera

Juan Pérez llega presuroso a la parada de autobús. Su reloj de Mickey Mouse marca las siete de la mañana y su entrada al trabajo es a las ocho. Rápidamente cuenta treinta personas en la fila que están delante de él; no está seguro si en el siguiente camión logrará subir. El temido ultimátum de despido resuena en su mente. 

Durante toda la noche, un cliente ha estado acompañado de sus familiares y Juan debe trasladarlo a su último destino. Al ver las manitas de Mickey piensa: “El tiempo pasa muy lento cuando uno quiere que avance rápido. Es lunes, pero podría ser cualquier día de la semana, al fin es lo mismo: cotidiano y aburrido; con la diferencia de que el pinche camión no llega y para colmo: ¡ya se me hizo tarde! Ojalá así fuera la muerte, pero esta siempre llega a tiempo. ¿Existirá el no tiempo?”.

Esta pregunta le hace recordar cuando estaba sano y sus sueños de ser nadador profesional se esfumaron casi al terminar la Universidad pues le diagnosticaron un soplo en el corazón. Desde entonces su reloj interno está desfasado con los 60 segundos de cada minuto. Las recomendaciones médicas son evitar al máximo esfuerzos físicos y situaciones de estrés. 

Juan ha tenido varios trabajos, pero no ha podido mantenerse en uno de fijo. Lo más que ha durado es un año en su actual trabajo como conductor de carrozas funerarias; gracias a que su tío es el dueño de la empresa.

Los guantes blancos de Mickey sólo han avanzado un minuto. Ya hay más personas después de Juan y ahora siente claustrofobia en medio de la fila. Aprieta su mochila como el náufrago que se aferra a un madero en medio del océano. Escalofríos y sus palpitaciones han aumentado. Todo le da vueltas. Tiene la sensación de estar a punto de desmayarse. Cierra y abre sus ojos regulando su respiración profunda, lenta y constante; busca calmarse mientras un sudor frío recorre su frente y siente que el brazo izquierdo se le entume. 

Las personas no manifiestan interés o sentimiento alguno por quien está a su lado, simplemente son robots con celular en mano y sobre éste, el dedo alienígena siempre buscando. 

El combate entre la angustia y su respiración continúan; el mundo sigue, excepto lo crucial de los minutos cuando la muerte está cerca. Su voz transgrede la conciencia, dictándole tomar un taxi para llegar a tiempo al trabajo. Pero es fin de quincena; así que solo le queda seguir esperando “el pinche camión”, sobrevivir a su sinestesia y controlar su estrés.

Juan de pronto se ve rodeado de edificios y casas gigantes: frías, sin final y sin magia; estructuras que lo hacen pequeño dentro de un catafalco oscuro. Siente que su mirada de terror es registrada a través de clics de celulares. 

De nuevo cierra los ojos y trata de poner su mente en blanco; instantes después los vuelve a abrir y observa que el brazo derecho de Mickey ha avanzado un minuto más. Juan usa el reloj en la muñeca izquierda por lo que el ratón siempre simula que camina hacia la derecha, contento con su sonrisa fija. Ese Mickey que en su infancia siempre quiso conocer en Disneylandia, ahora es un zombi con sus brazos deformes: uno largo y otro corto, mofándose de él.

Los millonarios segundos pasan, pero los pobres minutos no. El camión no llega y Juan finge permanecer en estado de reposo, pero su realidad, lo que está ocurriendo en su interior, es otro tipo de tiempo. 

Juan vuelve su mirada a la fila de robots que ha crecido el doble, así como el doble de ataúdes móviles. Al ver el semblante y la reacción individual de las personas, se da cuenta de que algunas sonríen, pero la mayoría ni parpadea; es ahí cuando imagina que todos están viendo su esquela en Facebook: El día de hoy a las siete y cinco de la mañana, un hombre de 30 años aproximadamente, murió de un infarto en la parada del camión, se desconoce su identidad”. Por instinto se busca su cartera, dándose cuenta de que la dejó en la mesa del comedor. 

La muerte se anuncia con una taquicardia que le gana al segundero de su reloj; los caminos paralelos de los diferentes tiempos se cruzan. Ensimismado Juan cae al piso y escucha murmullos y gritos de ayuda. A lo lejos la sirena de una ambulancia advierte su llegada. 

Lamentos de voces se le hacen familiares. No puede ver, aunque cree que sus ojos siguen abiertos. “¡Me estoy volviendo loco!”, -se dice así mismo. 

Un rocío sobre su cara, acompañado de oraciones sacras hacen que todo vaya acallando, y de pronto un silencio… 

En ese momento, Juan Pérez se convierte en el cliente de otro conductor de carrozas que lo llevará a su último destino, sólo que éste sí llego puntual.

Alejandro García Villarruel

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