Decisiones de vida

Cuando algo se convierte en una necesidad o un reto, es el momento para las decisiones cruciales que marcarán el destino de cada persona. Es el punto de inflexión en la vida. Siempre estamos buscando lo que no tenemos. Al principio es como caminar dentro de un túnel oscuro y solitario; y donde los miedos, las dudas y todo ese mundo interno fluye con el tiempo de forma aleatoria. Las vivencias, experiencias y el contexto que vivimos tendrán sus consecuencias devastadoras o placenteras y constructivas. Todo cuenta y marca la pauta para reducir las malas decisiones.

Por las noches, entre ensueños y realidad llegan preguntas internas a mi alma y los recuerdos se arremolinan. La necesidad de escribir me llegó casi a los cincuentas cuando un día frente al espejo: ¿Qué es lo más lejano que recuerdas?, ¿qué te gustaría escribir?, ¿por qué?, ¿por dónde empezar? y esa arruga ¿cuándo te salió? 

Así que comenzaré con una breve autobiografía. Mis padres (Irene y Daniel) rentaban un pequeño departamento en la Colonia Agrícola Oriental del extinto Distrito Federal; a una cuadra del mercado donde acudía al kínder. Las imágenes que tengo grabadas a mis cinco años de edad son el día en que la maestra (no recuerdo su nombre, ni quiero acordarme) por alguna razón me ordenó que juntara las yemas de los dedos de mi manita derecha y me dio tres golpes con el borrador. En los años 70´s esta práctica era normal en las escuelas para corregir a los niños traviesos de la clase. No sé si me los gane a pulso o no; lo que sí, es que me enojó tanto que mi reacción fue darle una patada en la espinilla del pie a la maestra. Como era de esperarse, me acusó con mi madre y ella con mi padre que sin decir agua va ni escuchar mi versión; me dio algunos cinturonazos donde la espalda pierde su decente nombre.

A mis seis años, mis padres compraron un terreno en Ciudad Nezahualcóyotl y comenzaron a construir su casa. A esa edad me convertí en mercachifle; mi primer trabajo fue vender chicles en unos campos de futbol; vendí paletas en el Parque del pueblo, en el tianguis vendiendo jergas y cobrador de los camiones conocidos como “chimecos”.  De los trece a los quince años fui bolero y logré ahorrar lo suficiente para comprarme una bicicleta rodada 28. Me di cuenta que trabajando podría comprarme lo que quisiera. 

Platicando con mi hermana Silvia (un año mayor que yo) esta anécdota, me dijo: siempre fuiste bien travieso. Para corroborar su dicho, hace unos meses le pregunté a mi tía Isabel y me comentó: siempre fuiste muy inquieto. Prefiero quedarme con esta última frase, siempre ando buscando cosas que hacer.

Mi madre fue secretaria de secundaria. En una ocasión que la visité en la oficina administrativa donde trabajaba, la vi escribiendo en una máquina de escribir con todos los dedos y ¡sin ver las teclas! Le pregunté: Mamá ¿cómo le hace para escribir así? Abrió un cajón de su escritorio y me dio un librito delgado con letras grandotas en su portada y la palabra mecanografía. Me dijo: – Practica y vas a escribir mejor que yo. El escribir a máquina a los 16 años me abrió muchas oportunidades en mi trabajo. Ella también fue modista. Como olvidar los días en que la acompañaba a vender en los tianguis la ropa que hacía: uniformes escolares, trajes para los niños Dios, camisas, blusas, pantalones, entre otras prendas; además, en el “puesto” (un plástico color rosa mexicano extendido sobre el piso) vendíamos mercería. No sé como le hacía, pero se daba tiempo para muchas cosas, inclusive tomar clases de corte y confección; me consta porque mi padre y yo íbamos por ella a la escuela por las noches. 

Mi padre fue trabajador manual de secundaria; su forma de educarme fue dura y en muchas ocasiones inflexible con la puntualidad y otros menesteres; de lenguaje florido y bueno para jugar frontón con la mano, sin darme cuenta me estaba preparando para algo más difícil. Le encantaban las carreras de caballos, por lo que seguido lo acompañaba al Hipódromo de las Américas, muy cerca de varias instalaciones militares y al ver soldados uniformados me emocionó, inspiró y me dio el valor para tomar la decisión de darme de alta. 

Por diversas razones descuidé la escuela y a mi padre no le gusto nadita, por lo que después de reprobar cinco materias en tercero de secundaria me sentenció: más te vale que pases los exámenes extraordinarios. Pasé los dichosos exámenes y me libré de una buena paliza; eso sí, con un espantoso 7.4 de promedio general.

A los catorce años terminé de estudiar la secundaria y mientras cumplía los quince ingresé a una escuela de radio y televisión donde conocí a un Teniente Coronel: Rubén fue un gran maestro de vida y amigo. Me platicó sobre la milicia y en forma retadora recuerdo que me dijo: No todos tienen el valor de soltar las faldas de su mami para ser soldados. 

Ingresar al Ejército Mexicano fue un escape y una suerte. Escape, porque salí de casa a los 15 años y me independicé; y una suerte, porque con mi arco caído de los pies (el médico que me revisó no se dio cuenta) pasé mis exámenes y comencé mi carrera militar en Guadalajara, Jalisco la cual duró treinta y dos años. 

“El problema no es que exista el problema, el problema es que exista la solución”; desde que lo leí escrito con gis en un viejo pizarrón de color verde, empotrado en una de las paredes del primer dormitorio militar hace casi cuarenta años, ha sido mi fórmula para enfrentarme a mis propios retos y a mí mismo. 

  • Si; nada es fácil, pero el show tiene que continuar: dice mi otro Yo.

Un domingo 23 de octubre de 1983 en una tardeada del parque alcalde conocí a una hermosa chica quien 6 años después (un año haciendo méritos para que fuera mi novia y 5 años de noviazgo) sería mi esposa. Mayo fue madre de dos hermosas niñas y un varón. 

Años después; la decisión de dejar la carrera militar y la Ingeniería por la fotografía y la escritura nuevamente hacen que cambie mi vida y recuerde esos momentos donde un joven de 15 años salió de casa y solo cargaba sus sueños, ilusiones y su soledad para enfrentarse a lo desconocido, tal vez por puros impulsos y con sus propios demonios.

Cuarenta y tres años después de esa gran decisión, veo el retrato de mi cuerpo en el espejo y observo mi piel cual tronco de árbol que va marcando los caminos del tiempo y esas marcas van paralelas a mi glaucoma, mi presbicia y miopía; los efectos secundarios de cinco operaciones y más. 

Me considero un narrador de anécdotas. Que mejor pretexto para una incursión en la pintura, fotografía y la escritura. Solo porque lo pide mi cuerpo y yo.

Total, que estoy aquí en Santiago de Querétaro, México. En el año 2024 y a mis 59 años de edad disfruto mis locuras y el conocimiento que pueda obtener. ¿Hasta cuándo? No sé.

Alejandro García Villarruel.

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